Attach:cismos.jpg Δ Critica de los ismos y el triunfo del arte clasico, Arturo Borda (1883-1953).Fue uno de los iniciadores del realismo mágico y simbólico.
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La novelas Juan de la Rosa (1885), de Nataniel Aguirre (1843-1888), La candidatura de Rojas (1908), de Armando Chirveches (1881-1926); En las tierras de Potosí (1911), de Jaime Mendoza (1874-1939) y Raza de Bronce (1919), de Alcides Arguedas (1979-1946), pueden leerse bajo la premisa del realismo: todas quieren dar un testimonio fiel de un hecho real: la guerra de la independencia, el oportunismo político, la explotación del minero o la explotación del indio. Nuestra critica tampoco escapo a esta determinación sociológica y ha rotulado estas obras con las etiquetas de “novela histórica”, “minera”, “indigenista” y “costumbrista”. En estas novelas la permanente inferencia del autor en la reflexiones de su narrador nos permiten ver, hoy día, que lo que se muestra no es una determinada realidad, sino la forma como estos escritores la entienden. La realidad que muestran estas conocidas novelas no es la del indio ni la del cholo ni la del minero, sino la de la ideología con al que estos autores la observan.
Aluvión de fuego (1935), de Oscar Cerruto (1912-1981); Sangre de Mestizos (1936), de Augusto Céspedes (1904) y la Chaskañawi (1945), de Carlos Medinacelli (1898-1949), son obras en las que, en algún modo, las exigencias del realismo quedan debilitadas. En la novela de Cerruto existe un cuidadoso manejo del lenguaje, una cuidadosa construcción de personajes y narradores, sin embargo su significación mayor nace de la relación con su contexto inmediato. Los cuentos de Sangre de Mestizos (a mi juicio la primer obra que le permite a la narrativa cierta autonomía y que le asigna su función moderna), a pesar de estar determinados por un contexto específico –también la guerra del Chaco- y a pesar de las intenciones políticas de su autor, pueden ser leídos hoy día sin necesidad de acudir a las referencias históricas del momento. Con Céspedes el concepto de realidad se amplía y rebasa los estrechos límites a los que la exigencia del realismo nos tenía acostumbrados. Sobre La Chaskañawi, de Medinacelli, puede decirse que a partir de la lectura de Luis H. Antezana es posible acercarse a esta novela no ya guiados por su rótulo tradicional de “novela costumbrista”, sino por la construcción compleja de relaciones entre los personajes que permiten una mayor riqueza de sentidos y una mayor actualidad que el manido conflicto entre la ciudad y el campo.
Los deshabitados (1957), de Marcelo Quiroga Santa Cruz (1931-1981) y Cerco de penumbras (1958), de Oscar Cerruto, son las dos obras en las que unánimemente la crítica ha visto el nacimiento de la moderna narrativa boliviana. Las exigencias de reflejar la realidad quedan aquí desbaratadas puesto que en estos libros no hay ninguna referencia inmediata a “lo real”: la novela de Quiroga transcurre en un lugar que no se sabe dónde está, y sus personajes y acciones no representan ni tipos ni tópicos repetidos en nuestra literatura: no hay mineros, ni campesinos, ni patrones, ni políticos oportunistas, ni huelgas ni golpes de estado. Por otro lado, las situaciones y los personajes de los cuentos de Cerruto bien podrían ser llamados “anormales” puesto que, en relación a nuestra tradición literaria, precisamente representan lo atípico y se aproxima más a lo que denominamos “fantástico”.
La publicación de Cerco de penumbras y de Los deshabitados no significó, ciertamente, la desaparición de la tendencia realista. Ejemplos claros son las llamadas “novelas de guerrillas”. Estas, terminado el conflicto guerrillero, pueden ofrecernos menos de literatura que de historiografía. Sin embargo, por este mismo tiempo aparece Felipe Delgado (1971), de Jaime Saenz. Esta novela, a mi juicio la más importante en nuestra tradición, tiene una elaboración y escrituras complejas que aquí no es posible explicarlas. Podemos decir, sin embargo, que las preocupaciones de Saenz nada tienen que ver con las “innovaciones técnicas” del momento (artificios que hoy nada valen) sino con la posibilidad de dar una imagen de la ciudad y de sus habitantes. Desde mundos “marginales”, el de la noche y el de los alcohólicos, Saenz crea un mundo rico en historias y un lenguaje, aunque poco crítico, lleno de humor e ironía.
No podemos dejar de nombrar las novelas de Jesús Ursagasti (1941), Tirinea (1969) y en El País del silencio (1989), novelas de narración más quede argumento. Tampoco las Arturo Von Vacano (1938), en especial Morder el silencio (1980). En estas novelas, como en pocas de nuestra literatura, las preguntas e incertidumbres pesan más que la certeza, y esto es lo que las inscribe en la más rica tradición del género. La producción reciente es rica en cantidad, pero aquí y por los límites del trabajo no es posible ni siquiera hacer una enumeración. Habrá que esperar algún tiempo para entender mejor nuestras obras actuales.
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